Texto publicado en LUR Red de investigación y estudios visuales. 18 de junio de 2020.
El proyecto Inventario Iconoclasta de la Insurrección Chilena, creado por la artista y realizadora audiovisual Celeste Rojas Mugica (Santiago, Chile, 1987), recopila fotografías producidas en torno al estallido social acontecido en octubre de 2019 en Chile.1 Las causas de este estallido se pueden encontrar en el agotamiento de un sistema histórico de abusos, sugerido por la antropóloga feminista Rita Segato en Las políticas del enemigo y los fundamentalismos contemporáneos (2019) cuando acuña el concepto de ‘dueñidad’2 al referirse a la institucionalización organizada de la propiedad y el robo por parte de algunos pocos. El inventario sobre la insurrección chilena agrupa de manera taxonómica el tema de la iconoclasia contra los monumentos, materializándose en una interfaz que hizo su aparición en diciembre del mismo año. Bajo estos parámetros podríamos reflexionar, ¿cuáles son los cuerpos, los espacios, los vínculos que se proponen en el formato de la interfaz y el inventario?, ¿cuáles son los tiempos y las memorias que sucumben al torbellino iconoclasta?, ¿cuáles son las memorias a disputar?
Al entrar en la plataforma online y comenzar a interactuar con las fotografías, nos damos cuenta que el diseño sigue un plano de ruta subjetivo planteado por los campos de sentido entre una imagen y otra; por los detalles imprevisibles y por las múltiples posibilidades de lectura y desvío. Por ejemplo, algunas fotografías de un mismo monumento se encuentran reunidas en tríos casi poliédricos; capturadas en distintos tiempos y miradas. Otras, siguen un diseño rizomático de asociaciones y alteraciones. O simplemente, pueden ser recorridas en total libertad, saltando de imagen en imagen. En la entrevista personal realizada a Celeste Rojas, la autora relata el proceso de seguimiento fotográfico que cada semana desarrolla en las redes sociales basándose en los motores de búsqueda (hashtag). Esta metodología le ha permitido tener hasta el día de hoy un encuentro encadenado con nuevas imágenes (un nuevo hashtag lleva a un nuevo encuentro), un acervo de más de 2.000 fotografías y la reconfiguración constante al interior de la web al sumar cada vez una nueva fotografía (el movimiento reiterado de la ubicación de las imágenes). Esta continua transformación está determinada, en parte por el control de la artista (la decisión dónde ubicar la imagen) y, por otra parte, por la disposición aleatoria que las propias herramientas de la web generan debido a la porción de diseño pre configurado. Un detalle relevante en todo este proceso, es la unificación monocromática que la artista realiza a todas las imágenes descargadas, originando la idea de un archivo amalgamado; en permanente mutación.
El correlato entre las fotografías del estallido social en Chile y el medio utilizado como forma de archivar adquiere sentido al observar los cuerpos posicionados y erguidos sobre las ruinas y el silencio simbólico de las arquitecturas. Las fotografías muestran, ante todo, cuerpos, celebración y colectividad reunida, (re)encontrados en la construcción de otros códigos de afectos y correspondencias, los que crean lazos y geometrías de identificación con un paisaje anteriormente excluyente. Por esta razón, el archivo ha sido eximido de una datación que fijaría las imágenes a una memoria de tiempo lineal (la evolución ya escrita de la historia), pues, como la iconoclasia, se trata de filtrar y borrar ciertos esquemas y realzar otros. Así, los únicos antecedentes adjuntados a las fotografías corresponden al lugar de los hechos y al nombre del imago intervenido.
Es de vital significación en la construcción del archivo el que las fotografías sean buscadas en las redes sociales, en vista de que las redes como medio son por norma el flujo relacional, intercambiable y colectivo. Este origen las unifica en el código digital de la masividad y en los detalles que desaparecen relacionados a la tecnología o a la temporalidad de la captura. En este sentido, el inventario pone en circulación el tiempo de la discontinuidad y la desjerarquización, que no solo convoca el quiebre y la iconoclasia contra la historia, sino con todo proceso de individualización. En la sección web ‘Acerca del proyecto’, se menciona el carácter colectivo y masivo de las imágenes: “El Inventario Iconoclasta de la Insurrección Chilena no conserva datos de autoría proponiendo reflexionar sobre la propiedad y circulación de las imágenes como un bien común y colectivo”; ideas que en la entrevista realizada a la autora amplía hacia el término ‘adopción’:
Me pareció importante construir una plataforma que, por un lado, se propusiera compartir estas imágenes en un acto de socialización colectiva y no de apropiación individual (Fontcuberta emplea un término interesante donde reemplaza la idea de ‘apropiación’ por ‘adopción’), y por otro lado, como un gesto donde articular el ejercicio de ‘inventariar’ como una práctica subjetiva que conlleva una serie de acciones y reflexiones también artísticas, es decir, dislocar en alguna medida ese espíritu objetivista de lo social que se proponía en origen, por ejemplo, la idea de inventario moderno.
Se plantea entonces un carácter de ‘adopción’ como principio de trabajo, lo cual da forma a una sutil relación de cuidado, y, como sucede con el significado iconoclasta de las imágenes, la posibilidad de (re)escribir el contrato visual rompiendo con antiguas reglas. Un ejemplo es el espíritu archivístico de Aby Warburg quien introdujo en sus Atlas Mnemosyne, una lectura fluctuante y desjerarquizada de las imágenes, desvinculadas de toda procedencia y memoria fija. Al igual que Warburg, el archivo Inventario iconoclasta de la Insurrección Chilena pone en movimiento la pregunta controversial de la autoría, un rol que Rita Ferrer en ¿Quién es el autor de esto? (2010), sitúa en la “figura histórica producto del capitalismo que puso en marcha el Renacimiento”, refiriéndose a la invención de la perspectiva, el óleo y la cámara oscura. En este contexto, tanto la interfaz como las memorias fotográficas que se desprenden, enfatizan un quiebre con la continuidad de un relato hegemónico y las reglas de la individualización vinculadas con la propiedad y el privilegio.3
Teniendo en cuenta la magnitud histórica de este cuerpo de fotografías, lo inabarcable del proceso continuo del estallido social —que sigue su curso aun en tiempos de pandemia—, la experiencia visual en el inventario es la de una visión múltiple de cuerpos y miradas en acción, imposibles de absorber en su inmediatez e imposibles de ser pensados unidireccionalmente. Las intersecciones producidas entre interfaz y fotografías, por el contrario, abren distintos diálogos y direcciones con respecto a la iconoclasia y el tiempo, con lo que vemos y lo fotografiado, con el medio y la orgánica de un cuerpo documentado que simultáneamente es archivo e imagen colectivizada. Mas, ante todo, son lo que Andrea Noble en Phototextualities: Intersections of Photography and Narrative (2003), sugiere cuando se refiere a las imágenes y a los recuerdos: nunca libres de “pureza o mediación”, sino “sitios de contestación y disputa”.4
En consecuencia, a pesar de que el diseño de la interfaz se concibe en base a ciertas normas predeterminadas, su circulación no está libre de decisiones políticas, puesto que las selecciones de edición de Celeste Rojas diversifican los significados para una circulación subjetiva y colectiva de las imágenes, evitando que otras lecturas y apreciaciones sean clausuradas.
Condenar lo que no debió haber existido (Damnatio Memoriae)
A lo largo del archivo fotográfico, lo multitudinario se apropia del espacio y la arquitectura urbana. En la interfaz, pequeñas ventanas fotográficas van abriéndose mostrando cabezas de héroes, padres de la patria y figuras masculinas cubiertas de telas y bolsas, con sus cuerpos travestidos y transfigurados. Este esquema crea múltiples apariciones de cuerpos jubilosos, posicionados y erguidos, montados en las alturas de los caballos de guerras decimonónicas, enarbolando banderas de territorios marginalizados. La interfaz, como configuración visual, agrupa la corpo-política callejera, construida en torno a la iconoclasia contra la historia y los monumentos; una iconoclasia que contrarresta con la pesadez de la inmovilidad y el discurso monológico de la representación estatuaria. Esta corpo-política de cuerpos disidentes se levanta sobre las representaciones caídas, trascendiendo con nuevos iconos provenientes del afecto popular, disidente-político y callejero. El cuerpo-imagen que emerge en la interfaz, al igual que el cuerpo social del estallido, es un cuerpo socializado, transversal y no jerárquico.
Frente a la marea iconoclasta acontecida a lo largo de Chile, diversos sectores especialistas del mundo del ‘patrimonio’ y político, vieron con preocupación el derrumbe y la intervención de los monumentos, los que el pueblo identifica a una historia de privilegios.5 Sin embargo, la iconoclasia, entendida como destrucción y alterado de las imágenes, es una expresión de profundo alcance en el mundo religioso, artístico y político. La iconoclasia marca la existencia de un tiempo idolátrico y otro de ruina, un tiempo de cambio y extinción y otro de resurgimiento. En este morir y resurgir, la iconoclasia ha existido desde el inicio de las sociedades cuando era habitual que una masa de personas se levantara destruyendo toda representación no deseada. Mario Espliego en el texto ¡Lanzadlos al río, enterradlos! ¡Acabad con ellos a martillazos! (2018), se refiere al desarrollo iconoclasta de los monumentos que luego adquirió el nombre de Damnatio Memoriae (condena de la memoria o condenado a no haber existido nunca); una sanción jurídica que tuvo su origen en Roma cuando a partir de turbulencias, los derrocamientos y los cambios políticos, las esculturas, bustos, monumentos que representaban a los caídos en desgracia eran arrasadas y destruidas. En la actualidad, cada cierto tiempo el eco noticioso nos trae la convulsión y repercusión simbólica que estos hechos producen, como ocurrió en agosto de 2017 en el momento que las autoridades de Charlottesville (Virginia, EE.UU.) unánimemente votaron para cubrir con lona negra las estatuas dedicadas a los generales Robert E. Lee y Stonewall Jackson, ambos confederados, defensores de la esclavitud en la Guerra civil estadounidense. O como sucedió en la ciudad de Nueva York en 2018, cuando todas las esculturas del ginecólogo James Marion Sims (s. XIX) fueron extraídas del espacio público. El detalle es que la práctica del Doctor Sims produjo grandes avances para la ciencia ginecológica de las mujeres blancas, excepto que sus avances fueron realizados sobre cuerpos de mujeres negras sin anestesiar.
Las fotografías del estallido social en Chile muestran una iconoclasia conectada a la aparición de un lenguaje censurado e invisibilizado por la historia hegemónica y política: el de las demandas por una autodeterminación de los cuerpos, disidencias sexuales y pueblos indígenas; el autocuidado femenino frente al abandono del Estado; la reivindicación de la mujer obrera o el género libre sin ser recluido a lo binario, etcétera. La iconoclasia se transforma en una política de autodeterminación, que arremete contra los símbolos de la heteronormatividad, el racismo y la segregación. Allí donde hubo monumento y solemnidad, la iconoclasia adquiere el significado de una caligrafía popular; una poesía palimpsesta, hecha de demandas, tiempos y memorias renovadas.
Contra-iconoclasia, exceso de blanquitud y feminismos
En su estudio sobre espacios, arquitectura y masculinidad, José Miguel Cortés en su texto Espacios asépticos y transparentes, cuerpos ausentes (2008), define el espacio urbano construido como una zona no neutral, nada libre y antojadiza. Más bien, el espacio sería reproductor del orden físico y subjetivo que, por medio de la arquitectura organizada, activa en lo urbano los signos del “privilegio y la autoridad”. Los monumentos decimonónicos expresan ese orden regido mayormente por cuerpos masculinos de la historia colonial y republicana; un orden fálico que el desarrollo del Estado Moderno distribuye a través de la representación de un cuerpo blanco, vinculado al discurso moral de la honorabilidad, heroicidad o nobleza. Esta disposición corporal en el espacio público ha construido como plantea Sol Astrid Giraldo en el texto Ciudad cuerpo a cuerpo (2014), una “corpografía”; un cuerpo “matricial” en el cual nos “hemos construido como comunidad y los cuales a la vez han sido la norma de nuestros propios cuerpos”.
Como una forma de arrebatarle al espacio la simbología de una historia no vinculante, en Chile el pueblo se precipitó contra el orden y la arquitectura del monumento. Esta fuerza creó, como lo muestra el Inventario Iconoclasta de la Insurrección Chilena, un lenguaje hermanado y cómplice que colmó los espacios anteriormente negados, donde la figura especialmente la femenina, nunca fue digna de imitación y representación. Así, los cuerpos y torsos desnudos femeninos, alegres y liberados de la mirada cosificadora de la historia, poblaron las calles y se alzaron sobre los monumentos. Uno de estos puntos fue la rebautizada Plaza Dignidad en la capital de Santiago (antes Plaza Baquedano), por simbolizar las fronteras y clasificaciones urbanas entre las clases acomodadas y las populares, y por ser núcleo de toda conmemoración. En su centro se encuentra la escultura dedicada dedicado al general Baquedano, militar y político que luchó contra la confederación peruano-boliviana (1838-1839) e intervino, entre otras campañas, en la ocupación de la Araucanía (región del sur de Chile) en los años 1861-1883. Al transcurrir los días y los meses del estallido, este espacio se transformó en una disputa simbólica en el cual la figura de Baquedano se transfiguró con grafitis, consignas y tachaduras. Entre otras demandas, en su superficie se inscribieron proclamas sexuales, proaborto, antibélicas, libertad por las presas y presos mapuche, reconocimiento a las amas de casa, etcétera, construyendo un crisol de lenguajes y peticiones. Paradojalmente, el 15 de noviembre de 2019 tuvo lugar allí una contra-iconoclasia propuesta por un grupo de amigos, los que decidieron cubrir con 13.500 metros de telas blancas todo el perímetro y el monumento central de la plaza. La intervención que duró solo el tiempo del registro fotográfico, resultó en un extenso manto blanco en el cual de forma vertical resaltaba la palabra PAZ.
Lo que puede ser sugerido en este texto como contraiconoclasia, silenció el ruido visual de las demandas sociales expuestas principalmente en ese espacio. Las memorias y las vivencias del estallido, construidas en el calor de la corpo-política y la visualidad del grafiti y la tachadura, quedaron ocultas bajo el peso inmaculado de la blanquitud moral. Tan así, que los periódicos oficiales destacaron en sus portadas, la pureza del mensaje Paz, en oposición “a la guerra de las piedras, lacrimógenas y banderas”.6 En este sentido, la contra-iconoclasia se disputó la hegemonía ‘del bien’ bajo una estética de silenciamiento visual (lo blanco) en oposición al mensaje ‘insurgente’ de la caligrafía social (percibido por los medios oficiales como lo sucio).
Sin embargo, como puede observarse, el archivo fotográfico del estallido social está lejos de mostrar sitios silenciados, la escritura como otra imagen y textura, desborda y colapsa las superficies del cemento, el mármol, el metal; los materiales definidos para la durabilidad y trascendencia de los monumentos, pensando en una historia que se observa a sí misma, inamovible y perpetua.
Bajo el tiempo de la discontinuidad, el archivo propone campos de fuga, sorpresas a encontrar, narraciones y conexiones de tiempos y memorias dispares. No se aborda una mirada absoluta como podría ser percibido el tono monocromático de las fotografías, pues, a pesar del blanco y negro, las fotografías no plantean una faz positivada de la realidad, sino su anverso y complemento. Su doble otro en el mundo de las imágenes. A lo largo del archivo, las imágenes en negativo abren otras lecturas que una sola dirección de la ‘realidad’ no puede resumir. Un claro ejemplo es la fotografía de una figura femenina encapuchada rodeada de cientos de compañeras feministas. En el extremo superior de la imagen se puede observar la figura del general Baquedano, empequeñecida por el ángulo de la toma y por la opción del primer plano, en el cual sobresale el rostro de la mujer. Lo particular a esta imagen es la posición central del cuerpo de la joven, destacado en oposición a la misma perspectiva del monumento, lo que genera que remarquemos un corte en la mitad y con esto la división de dos espacios: uno en la parte superior en el cual la figura de Baquedano queda aislada y oscurecida, y otro en la parte inferior, en el cual la imagen se ilumina, por el contraste del rostro encapuchado y por la multitud desafiante de mujeres acompañándose.
El archivo Inventario Iconoclasta de la Insurrección Chilena propone esto y mucho más, pues, las imágenes que aquí encontramos son, antes que todo, desvíos, complicidades y discontinuidades bien entendidas. En este tipo de relación, la interfaz como medio de circulación activa, tal como los cuerpos de la revuelta, un gesto y proceso político de circulación y socialización de las imágenes liberadas de las reglas del dominio y la exclusividad.
Referencias, notas y fotografías en LUR.