Texto publicado en Teorema; libro y proyecto de Sebástian Concha y Jacqueline Staforelli.
Como una epifanía, el tiempo de la revuelta vino a descentrar todo signo de ‘normalidad’, toda forma aprendida y racional de ver que tiene su origen en una Modernidad desfalleciente. La revuelta, en tanto crítica a una época y sus modos de ver, se ve activada por el surgimiento de una realidad unificada en la cual todo emerge y se conecta; una realidad, en la cual los códigos y rostros metamórficos construyen rutas e imaginarios de vida, el unus mundus extraviado, pleno de emociones y visiones desbordantes de lo múltiple.
La crisis de los modos de ver se puede situar en los códigos y regímenes de visualidad que han sido parte del proceso residual del pensamiento occidental —Colonial-Moderno-Capitalista—. En este extenso transitar, el conocimiento acerca de la mirada no ha estado exento de paradojas y también contradicciones. Uno es la evidencia, a partir de la fotografía en el siglo XIX, del carácter imperfecto de la visión humana, incapaz de distinguir los detalles más sutiles del movimiento, o igualmente, testimoniar en la técnica y el ojo mecánico lo inaprensible que resulta ser el tiempo. Es así, que múltiples inventos como el Megalethoscopio y tantos otros como el cine, abrieron todo un campo de conciencia intentando construir con luz e imágenes, una experiencia más allá de nuestras posibilidades. Sin embargo, la fotografía, así como la cultura, van a regular a través de las épocas, lo que entra o no en la esfera de lo “real” y “lo visible” (M. Jay). Por tanto, ¿qué operaciones deben realizarse para que la imagen fotográfica emerja en un tiempo-fuera de sus propias condiciones? ¿un tiempo que condense lo vivido en la revuelta chilena y que sugiera la apertura de un tiempo-otro?
Los rostros que Jacqueline Staforelli presenta, derivan del ejercicio fotográfico de sumar y fundir distintas capas de tiempos y miradas, en un gesto vital que realza ciertos signos en detrimento de otros. Ambas fotografías no parecen aprehendidas en el sentido tradicional del ver —en su indiscutible objetividad—, sino principalmente, se proponen como figuraciones de un tiempo indistinguible y espeso, compuesto por la suma de materialidades, líneas y contornos. En conexión con un tiempo vivido en la revuelta que de tanto vivirse reverbera en las imágenes, la operación archivística se asocia al carácter fluido y multiplicador de las redes sociales y a la concepción de una fusión metamórfica, donde los rostros fotografiados de la revuelta dejan de ser rasgos unitarios, para percibirse en tanto cualidad háptica, masiva y des-individualizada. El acceso a un archivo global de imágenes, permite que dos series de retratos pertenecientes a Eugenia Vargas-Pereira y Bastián Cifuentes, sean descargados de Facebook e Instagram. Cada una es resultado de una sincronía y complicidad que da trascendencia al enfoque de la mirada frontal, dignificando el uso de elementos de autocuidado como son las capuchas, máscaras de gas, antiparras, pañuelos, etcétera. De cada colección se descargaron cincuenta retratos, posteriormente fusionados siguiendo un patrón digital de yuxtaposición y fundido. En vínculo con el tiempo de la revuelta, los ojos retratados son el único punto de alineación y centrado de los rostros, desplegándose de esta forma, un resultado final de materialidad espesa y centrífuga. Los rostros dejan de ser así, una representación y una individualidad, para ser ellos mismos “la presentación de un mundo surgiendo a su propia visión, a su propia evidencia” (J.L. Nancy). Pregnantes y oscilantes, emergen como materia acumulada y espacio, como imagen y constatación de un tiempo inscrito en el fragor de las protestas.
Sin perder su cualidad de dato, memoria y expresión, los ojos no van a dejar de notificar el lugar de la herida y la mirada, punto clave frente a un Estado que te quiere metafórica y físicamente ciega/o. En este sentido, no hay más que constatar los datos de los organismos internacionales que investigaron las graves lesiones de trauma ocular provocadas en las manifestaciones por la policía chilena. Amnistía Internacional reporta, que, entre el 18 de octubre y fines de noviembre 2019, una suma no menor de 445 personas fueron brutalmente lesionadas encontrándose graves alteraciones a los derechos humanos. Sin contar que, hasta el día de hoy, la revuelta y la impunidad han seguido su curso. Sin embargo, y a pesar de todo, los ojos retratados, parecen dirigirse hacia otro plano, uno que se encuentra en las palabras de @manifestanteanónimo cuando señala: “la capucha […] nos cubre el rostro, cubre nuestra identidad, pero no nuestros ojos, que siguen mirando hacia un futuro mejor”. Esta idea de tiempo suspendido que no avizora el pasado porque el pasado es la normalidad no deseada, se enciende en el emerger de la imagen, en la luminancia y fusión de los ojos multiplicados, en las sombras de los cuerpos bailantes, acompañantes y conectados, interpelando el espacio exterior de la imagen. En Madre Drone (2020), video de la artista Patricia Domínguez, un pensamiento similar presenta los ojos enceguecidos de tucanes y humanos, atravesados y heridos por la misma furia patriarcal. En concordancia, cada uno a su manera —el video y el relato de @manifestanteanonimo—, hacen visible el lugar de la batalla mancomunada, por donde los ojos en medio del fuego y la luz, ‘deben avanzar y mirar hacia otro tiempo’.
Este tiempo fuera ha hecho desaparecer todo rasgo identitario en las fotografías, ha borrado todo signo particular para volverse materia colectiva y simultánea. Una de las visiones más intensas, es precisamente, la conformación de un ritmo de los cuerpos, la idea de un movimiento organizado que se bate contra las bombas de gas o crea una ordenada cronometría de punteros de luz láser que buscan cegar los drones de vigilancia. Es el cuerpo consciente de la corpopolítica del carnaval y la batucada feminista que transforma el espacio/tiempo de la revuelta. Es en este contexto masificado en que las leyes ópticas de la nitidez y la objetividad fotográfica no confluyen, puesto que el pasado de la ficha identitaria o el retrato clasificatorio son un paso procedimental que tuvo su máximo apogeo a partir del perfeccionamiento de la óptica para el reconocimiento facial de los subalternos. Lo identificable en ambos rostros digitales, no será la individualidad o la sospecha, sino uno compuesto de múltiples lenguajes y procedencias.
Como signo de reivindicación, la capucha roja y los elementos de autocuidado hacen inoperante los sistemas de identificación. Similar a la performatividad queer referida por la filósofa Judith Butler, las capuchas van a transitar hacia un cambio sustancial de paradigma al pasar de la criminalización a constituirse en el signo visible de resistencia y pertenencia. Las capuchas decoradas en las fotografías originales, con bordados, pedrerías, plumas, orejas, lentejuelas, escamas y referencias autobiografías, van a inscribir el código de una nueva piel, hibrida y política, fundada en el lenguaje vinculante del alma y la materia, el anima mundo y el territorio de Abya Yala. Por tanto, se dirá, que estos rostros encapuchados evidencian a partir del fundido de las capas, una nueva trama y tejido performativo, sumando nuevos sentidos que no buscan reestablecer ninguna ‘normalidad’. Las capuchas se convierten así, en múltiples lecturas, códigos y posibilidades de identificación.
Una constatación de realidad caducada es que, a las tres semanas de comenzar el estallido social, el gobierno y un grupo parlamentario liderado por Felipe Kast promueven la llamada ley anticapuchados con el fin de penalizar a cualquier persona que “intencionalmente se cubra la cara con el propósito de ocultar su identidad […]”. Sin embargo, cabe señalar como se ha reiterado, que la pandemia solo vino a decretar la total inutilidad de esta ley. Los rostros, ataviados con telas y protegidos con accesorios antigás, finalmente emergen como certezas de un tiempo condensado, referido tanto a la necesidad de la protección como a la unidad de un cuerpo colectivo.
En el contexto de una historia fotográfica, algunas obras han intentado ahondar en la trascendencia del tiempo, registrando y comprimiendo los sucesos. Por ejemplo, la obra de Idris Khan busca obtener una sola imagen residual que integre las capas de muchas otras imágenes, lo mismo sucede con Michael Wesely, quien a través de una larga obturación de la cámara (hasta dos años), persigue a partir de una imagen única, dar cuenta de la densidad y las huellas del tiempo en el paisaje. La diferenciación con la suma de rostros emanados de la fusión fotográfica, es que los ejemplos citados me dirigen —quiera o no—, a la visión de un acontecimiento ya consumado. Por el contrario, la revuelta es un órgano vivo desarrollándose, que tiene como elemento central, los ojos que miran directo, aunque fuera de este tiempo, más allá.
En esta suma de historias apropiadas, acumuladas y fundidas en una sola experiencia de imagen, es que obviamente algo se excede o desborda, entendiendo que no es posible verlo todo en una imagen, o donde no es posible “saberlo todo en aquello que es visto” (J.L. Brea). Podría referirme a que toda imagen está anclada a tiempos diversos (pasado, presente y futuro), empero, lo oportuno será pensar estas imágenes como partes de una intensidad y memoria inconquistable. Si el tiempo que se extingue en la revuelta es el de la contención represiva y el de una memoria estática de la mirada y la historia, lo inverso en imágenes será el rebasamiento de las lógicas que rigen los modos de ver, proyectándonos y emergiendo desde la pluralidad de nuevas percepciones.